jueves, 30 de septiembre de 2010

Cosas que me alegra no saber

Cosas que me alegra no saber




En este tiempo de competencias y alta eficiencia pienso que hay algunas incapacidades mías y algunas ignorancias que deseo conservar.

Me alegra infinitamente no saber disparar un arma. A pesar de los cursos intensivos que dan en televisión, aún no diferencio una pistola de un revólver y me alegro de no saber si pesan, si son frías o calientes o si son cómodas. Vivo en un país en guerra y he podido sobrevivir a la alegría colectiva que da tomar partido y entusiasmarse con la muerte o la desgracia del enemigo. Me alegra también no saber ser feliz ante un cadáver, espero no aprender a serlo.

Me alegra no saber usar un Black Berry ni todas las funciones de mi computador ni poder programar el televisor. No se qué son , ni como se llaman esos aparatos que los muchachos usan para escuchar música todo el día y evitar pensar. Tampoco se usar audífonos, me incomodan mucho. Apenas aprendí a programar el radio reloj y el despertador y a operar la impresora para ver mis escritos en papel.

Adoro no saber cuál es el último libro que publicó el autor más famoso del momento, que tampoco sé quién es. Yo aún ando decidiendo cuál será el próximo autor latinoamericano de los años sesenta que me falta por leer. En cuestión de literatura prefiero no estar a la moda.

Me gusta mucho ignorar el último chisme de farándula, no saber a cómo está el dólar, ni cuál es la tendencia para la ropa de invierno, ni cómo se va a llevar el pelo en la próxima temporada.

Ignoro cómo fingir que alguien me cae bien, ignoro también cómo olvidar las ofensas contra la dignidad humana. No se cómo colgar el teléfono cuando alguien solicita que lo escuchen, no se tampoco cómo ignorar a un niño cuando exige que le pongas atención

Estas son algunas de mis incapacidades y quiero mantenerlas en ese estado de incompetencia.

domingo, 12 de septiembre de 2010

HISTORIA DE UN ANILLO MÁGICO

HISTORIA DE UN ANILLO MÁGICO

Cuando tenía siete años me comía las uñas. Además, jugaba con mi hermano a los carritos, me robaba las tizas del colegio para pintar en andenes con mi hermana y el resto del tiempo estaba en el suelo mirando bichos con una lupa o jugando con el gato, el perro o el conejo, porque cada uno de nosotros tenía una mascota: tres niños, tres mascotas.

Yo era una niña más alta que las demás niñas de siete años y era más grande también, siempre lo he sido. Jugaba Volleyball, mi pelota era como una muñeca, me acompañaba a todas partes y hasta tenía nombre.

En clase me iba bien. Aprendí a leer muy rápido y leía con mis hermanos en las tardes, pero tenía las manos más feas del mundo. Esa era mi debilidad y esa fue la causa de que una compañera, más grande que yo, me molestara hasta que me hacía llorar. Por varias semanas me persiguió diciéndome que yo era una sucia, que tenía manos de empleada del servicio, que era fea y pobre y que no debía estudiar en mi colegio. Ella era una niña de ocho años, pero tenía un gran talento para la humillación. Aún recuerdo su nombre y su cara morena que me miraba frunciendo la nariz. Ella se llamaba Irene. Por muchos años huí de las mujeres que se llamaban así.

No me quejé con mi profesora y lloré en silencio; pero comencé a enfermarme. No quería ir a estudiar. Irene logró que me sintiera fea e indeseable. Mi padre, preocupado, me preguntó  qué era lo que me pasaba. Le conté. Salió de la habitación serio, con esa cara que me asustaba porque él hablaba poco pero sus gestos eran inconfundibles. Él, hasta hoy, tiene un rictus que me dice si está furioso o feliz, su rostro es muy expresivo. Y ese día estaba furioso. Lo oí decirle algo a mi madre y me quedé dormida haciendo la siesta. Cuando me desperté mi madre me llamó a la mesa y allí estaba mi padre.

Vamos a arreglar el problema me dijo. Yo me asusté. Me indicó que me sentara y que pusiera las manos en la mesa. Las miró como si las viera por primera vez. Esta niña se come las uñas y tiene manos de camionero, dijo.

Calentó agua, me bañó las manos, me las frotó con crema. Parecía un cirujano y mi madre su instrumentadora, el pedía, agua y ella traía agua, palito de naranja y ella lo traía, esmalte, lima.

Me pintó las uñas con esmalte transparente, me enseñó la palabra cutícula y la palabra padrastro. Y cuando terminó me llevó a una platería y me regaló un anillo que yo misma escogí.

Al otro día fui al colegio. No me importaba Irene. Mi padre me había preguntado si ella era buena estudiante y yo le dije que no, que era grande y repitente. Ella tiene envidia, sentenció él y tenía razón. Tener las manos sucias no es indigno, la gente tiene que trabajar. Mi padre era mecánico, sabía de qué hablaba y yo confiaba en él. Hay que tenerle pesar a esa niña debe tener algún problema ,me aconsejó veladamente.

Al regresar al colegio después de tres días de ausencia, las profesores y las niñas me recibieron con alegría. Irene no se acercó ese día porque estuve muy acompañada, pero en las siguientes jornadas continuó con su grosería, sólo que me di cuenta que ella no había mirado mis manos, que recitaba sus insultos de memoria. Yo guardaba mis manos en los bolsillos de mi jardinera y tocaba mi anillo de piedra roja y , a veces, no podía dejar de sonreir. ¡qué tonta era Irene¡

Un mes después todas las niñas de primero nos unimos para darle una lección, pues el problema no era solo conmigo. Irene nos quitaba las onces, el  dinero y nos humillaba. En un descanso la rodeamos y la asustamos mucho. La idea fue de la mejor del curso, una niña inteligente y muy femenina llamada Rocio. Sus hermanos mayores le habían aconsejado el plan.

Eran definitivamente otros tiempos. Teníamos familia, papá y mamá, hermanos mayores, amigos y amigas, profesores. Todos querían que creciéramos bien, todos nos cuidaban, se fijaban en nosotros. Teníamos límites, horarios que cumplir.

Yo tengo más de cuarenta años, pero todavía cuido mis uñas, nunca volví a descuidarlas. Las veo y pienso en mi padre, en su amorosa forma de ayudarme a saber quién era yo y quiénes eran los demás. El anillo de pepita roja se perdió, pero sigo pensando que su contacto fue mágico mientras lo tuve. Siempre pensaba que era como un talismán, como el objeto que concentraba el amor que me rodeaba.