viernes, 24 de diciembre de 2010

Los tesoros de la navidad



Mis más grandes tesoros son un perro de tela y una cartera color amarillo mostaza. Los obtuve en una navidad cuando tenía seis años. Vivíamos los cinco en un solo cuarto que era parte de una bomba de gasolina, mi padre era montallantas y mi madre lavaba los platos en un platón, no teníamos agua corriente y a nosotros ella nos bañaba en una tina en un cuarto húmedo y negro que quedaba en los cárcamos de la bomba. Éramos cinco, dije, dos padres de treinta y tantos años y tres niños felices y bien cuidados que cualquiera, desde afuera vería como pobres.


Mi padre y mi madre ahorraban monedas todo el año para poder darnos regalos en navidad. Esa, la navidad de mis seis años, en particular fue económicamente difícil. No había dinero. Sin embargo, viajaron a Bogotá y compraron nuestros regalos, un pingüino y un perro de tela, dos carteras una roja y una amarilla y un Wolswaguen dorado que no hacía más que andar pues no era eléctrico, ni a pilas y ni siquiera tenía un cordel que lo halara.

No soy católica y sin embargo jamás he pasado una navidad sin regalos. Desde mi punto de vista, la navidad es para “los niños de la casa” para “los inocentes de corazón” como dice la biblia católica. Y, los inocentes, tal como yo lo veo, son mis padres. Dos personas que querían tener hijos, amarlos, formarlos y entregarles cuidado sin esperar mucho a cambio. Dos personas que creían en el futuro, en la familia y, sobre todo, en sus hijos


Aún hoy, más de treinta años después mis padres son capaces de hacer tres desayunos diferentes para complacer a sus hijos. No digo que esta educación sea la mejor, han criado a tres personas egoístas y consentidas que ven el mundo cada una de forma diferente, pero que tiene algunos puntos de contacto vital.

Aprendimos a ser nosotros mismos a pesar de los demás y a llevar a cabo nuestros proyectos sin importar el dinero. Creo que esto es porque el dinero nunca fue para nosotros una condición necesaria para la felicidad. Con lo poco que nuestros padres tenían hicieron nuestra vida feliz, pocas veces necesitamos grandes cantidades de efectivo para reír o jugar o divertirnos y cuando niños aprendimos a no seguir los patrones de la moda, lo que nos hizo unos adolescentes libres, en cierto modo, o excéntricos, vistos desde la perspectiva de nuestros amigos.

Mi padre solía pintarnos algunos animalitos en tarjetas de cartón blanco con leyendas amorosas, nos los regalaba y yo pensaba que él era el mejor dibujante del mundo. Nunca he podido dibujar, mis hermanos lo hacen muy bien y creo que es debido a que él los animó con sus regalos. A mí, mi madre y mi padre me dieron el regalo de la lectura. Me donaron para siempre un mundo en el que entro cuando no soporto la tristeza o la banalidad de lo que me rodea. Mis padres me dieron la vida dos veces, primero cuando me concibieron y luego cuando me enseñaron a amar la lectura.

Esta navidad, como muchas desde hace años , los niños de la casa son mis padres, me encanta verlos destapando los regalos que mis hermanos y yo les compramos, me gusta ver sus caras y sentir que con ese ritual, porque no son regalos costosos ,sino detalles que implican conocer mucho a los otros,  regreso algo de lo que ellos me dieron y que es lo que me ha formado como ser humano. Un ser muy defectuoso pero generoso, juguetón, alegre a pesar de tanta tristeza que nos rodea, egoísta y lleno de miedos, quién no en esta época que vivimos. Una hija que conserva, como sus otros dos hermanos un perro de tela, un Wolswaguen dorado y un pingüino un poco sucio, como sus posesiones más valiosas

En cuanto a la religión, bueno cualquier religión llega a las mismas conclusiones, lo importante, lo crucial y perenne es el amor. El amor es Dios porque nos une a pesar de todo. Celebremos pues el nacimiento de ese Dios que podría ser la solución individual, la de todos los días, no la política sino la vital, la personal, la que podemos decidir cada uno.

lunes, 6 de diciembre de 2010


LOS MAPAS ROTOS


La señora Martha,

profesora de geografía, mira mi mapa de Europa.

Es un calco en plumilla bordeado de sombra azul.

La tarima en la que está su escritorio

Es tan pequeña que yo estoy a la orilla

pendiente un píe.



Mi recordada profesora toma el mapa y lo rompe,

arruga los pedacitos semitransparentes.

El calco no es exacto al original.

He agregado algunos trozos de continente y he

obviado istmos, islas y cadenas montañosas.



Si ahora, 32 años después, la  profesora

Comparara mi vida con la de ella y con la de mujeres de bien

que debí calcar, también la arrugaría y trozaría:

He agregado algunas malas costumbres, palabras, gestos

y una que otra lectura indebida.

He cambiado el norte y el sur y mis ríos

no siempre han desembocado en el mar.

También bebo copitas de vino y jóvenes salivas,

Trasnocho o no duermo, escribo, no tengo hijos

y jamás subo a una tarima de maestro

ni para aprender ni para enseñar

Martha Fajardo Valbuena