miércoles, 31 de agosto de 2011

Carta muy subjetiva contra la desesperanza





A veces siento que mis estudiantes me miran como se miraría a Campanita, como un ser irreal que vive en el mundo de la fantasía. Tal vez, como dice un amigo argentino, “vivo en un huevo Kinder”. Ellos, mis estudiantes, saben cosas que yo ignoro, saben, por ejemplo, que ya nada se puede hacer, que no hay opción, que en este país todo está decidido por los medios de comunicación. Por eso, cuando yo les hablo de democracia, de ciudadanía y de justicia ellos me miran compadeciendo mi ingenuidad.

Algunos estudiantes piensan que no ir a clase es ganancia, que si logran engañar al profesor los inteligentes son ellos, que el profesor es un pobre sujeto que no sabe de este mundo, del mundo real que no habita en la teoría.

Hace unas semanas, escuché a un estudiante cuando decía que la contaminación con metales pesados en los ríos cercanos a las minas de explotación de oro a cielo abierto era un invento de los “izquierdistas” que no querían dejar progresar la región. No me molestaría tanto si este joven no estuviera estudiando una carrera que directamente tiene que ver con el tema ambiental.

En la misma clase otro joven aseguró que el desastre de Chernobil habí afectado sólo a unos pocos humanos pero que el impacto en plantas y animales había sido nulo , con ello justificaba el uso de la energía nuclear como fuente limpia y poco contaminante.
Hace unos días otro muchacho me dijo que en Colombia no es posible hacer un cambio en lo político, “ya todo está decidido” me dijo.

Hace seis meses unos estudiantes inventaron un correo parecido al de una compañera profesora (de una universidad pública) y cambiaron las fechas de un parcial, hace unos días, otros estudiantes se pusieron de acuerdo para aprovechar los paros en Transmilenio para no ir a clase, la razón: Debían entregar un trabajo y no querían hacerlo.

Casi todos los días el asunto de enseñar se está convirtiendo en el trabajo de descubrir mentiras. Se plagia, se corta y pega, se inventan historias para no cumplir con los compromisos, se abre el computador para fingir que se toman notas cuando en realidad está abierto el Face Book. Fingir es la consigna .Una triste consigna de una generación que asume que aprender es incómodo, innecesario, secundario.


En esta profesión es tan fácil caer en la desesperanza. Decidir que es mejor renunciar a formar conciencias críticas, que las cosas son menos incómodas si sólo enseñamos a jóvenes adaptados. Sin embargo, sé que muchos profesores nos negamos a caer en esta trampa. La desesperanza anula la acción, nos deja derrotados aún antes de comenzar el enfrentamiento.
Comienzo este semestre de nuevo creyendo que los jóvenes pueden lograrlo, que vencerán todos esos cantos de sirenas que los invitan a no decir, no opinar, no pensar por si mismos, a ser “hombres de su tiempo” en el sentido de que se amoldan a la triquiñuela, al camino torcido, a lo falso antes que a la posibilidad de la ética, del esfuerzo de probar hasta dónde se puede llegar con lo aprendido.
En tiempos pasados se acusaba a los jóvenes de rebeldes, de incómodos. Ahora yo acuso a los jóvenes de lo contrario, al menos los jóvenes de mi país son más conservadores, tradicionales y adaptados. Son viejecitos con piel de bebé que no quieren cambiar el mundo ni cambiarse ellos. Es por eso que mi trabajo tiene sentido. Porque las cosas no son fáciles, porque mi generación sabe que los cambios duran siglos, pero son posibles o al menos conforman la utopía, que es la que nos permite dar dirección a nuestra vida. Así que mi mundo de fantasía, por este semestre, resistirá un poco más, sólo porque, a veces, he visto que es posible enseñar para el pensamiento crítico y porque estoy convencida de que mis clases entregan herramientas para transformar el mundo.

En este momento, opto por la esperanza.