miércoles, 12 de septiembre de 2018

Minicuentos de Martha Fajardo Valbuena


Algunos minicuentos míos publicados por Quira medios,portal cultural de Bogotá.Fuerza de la palabra.
https://www.quira-medios.com/literatura-colombia/


https://www.quira-medios.com/martha-fajardo-valbuena/

La trampa


Un colibrí traspasó el aire zumbando muy cerca del oído de Alberto. El hombre miró sobre su cabeza y descubrió al ave que picoteaba insectos en un alero. En instantes, el picaflor cayó al suelo como apedreado.  Impresionado, Alberto recogió el pequeño cuerpo iridiscente y observó los ojos cerrados y el cuello débil. No supo qué hacer y lo depositó en un tronco del parque. Se sentó en una banca y miró al cielo. En el árbol vecino cantaba un petirrojo, Alberto lo encontró, el pájaro cayó al suelo muerto. En sucesivos ensayos Alberto eliminó a un azulejo y dos palomas y ya no quiso comprobar más su hipótesis; huyó a casa. Se encerró y evitó, por todos los medios, mirar hacia la jaula pero en la noche, al tapar a los canarios, olvidó lo que su mirada podía y los dos pichones cayeron de sus nichos. Para calmar el miedo, la conciencia de su poder, Alberto se refugió en los libros. Seleccionó una antología de poesía y la abrió al azar. Durante horas leyó sin darse cuenta de que en cada poema leído desaparecía la palabra ave, la palabra plumas, la palabra canto, la palabra vuelo.




Espantapájaros

Para:  Leonardo G.

Que el pájaro y el árbol, que la hormiga y la hierba, que el aire y la piedra eran un sólo ser; una misma cosa. Eso fue lo que el espantapájaros descubrió. No llevaba mucho tiempo en su trabajo, pero era silencioso y analítico. De tanto ver el vuelo de las aves encontró las semillas, la siembra, el pequeño diálogo de las hojas y las plumas. No somos sin ellos, concluyó. También supo que no hay muerte posible.

Dobló con delicadeza su brazo y se quitó el sombrero. Su calva de paja quedó al sol. Se desnudó y esperó. El primer gorrión se posó en su cabeza y espulgó la paja hasta lograr una hebra que llevó a su nido en construcción. Los arrendajos, los azulejos y hasta los colibríes saquearon al espantajo y construyeron nidos fuertes y bien tejidos, nidos de bienvenida que mantuvieron a los polluelos tibios, nuevos en la vida.



Los molinos

Digamos que en un lugar de mí, que ahora necesito olvidar; no hace muchas horas vivía una mujer de las de rosario en mano, mantilla para misa, pan sin mantequilla y zapatos planos. Digamos que tenía en casa hijos que alimentar y suficiente ocupación para olvidar las necesidades del cuerpo. Que frisa los cuarenta pero que ahora vuelve a los veinte. De complexión más que delgada y gran madrugadora. Digamos que me llaman Aleja y que el sobrenombre me envejece. Digamos que desde la diez de la noche me he embebido en la locura y de mi batola he hecho un camisón de encaje y de mis recuerdos he construido un caballero contra el que me he liado en singular y gozosa batalla. Digamos, por último, que esta historia no la cuento yo, tampoco la invento y que un tal Pedro la entregará mañana a otro, convencido de que, a su mujer, ahora sí, de mucho trabajar y poco dormir, se le ha secado el seso.



Humo

Leía las volutas del cigarrillo. Lo hacía desde muy joven. La primera vez vio una tina formada por diminutos arabescos. A la semana, su padre se ahogó. En el velorio salió a fumar y el viento formó claramente una nota musical. Cuando preguntó a un grupo de amigos cómo se llamaba esa nota vio los labios de Natalia y descubrió que ella cantaba. Se llamaron, se tocaron, se ataron con cintas. Pero el canto se hizo monótono; Natalia se fue. Él volvió a fumar, el humo perfiló un can, tal vez un perro, quizá un zorro o un lobo. La espera generó mucho más humo, pero no hubo figuras, sólo aros y espirales que el fumador escrutó sin esperanza. El cánido podría representar amistad o peligro, tal vez muerte, dolor. La duda mutó en zozobra, la zozobra en aversión y esta en miedo. Ante el ladrido de las jaurías callejeras el hombre crispaba la piel. Las mascotas de los vecinos, aún las mas suaves y acicaladas, lo paralizaban, se sentía invadido, quería gritarles, casi morderlas.

Se recluyó en casa. No volvió a fumar, dejó de leer y se interesó menos por la televisión. Probó dormir en la alfombra, le gustó. Saboreó dichoso la carne enlatada y una tarde, casi noche, se descubrió en el patio de la casa olisqueando el mundo y batiendo con agilidad un rabo peludo y esponjoso mientras enfilaba sus orejas a los sonidos del mundo.



Ver

Me encanta dar de ver a los viejitos. No es fácil porque hay que calcular una distancia prudente; lejos de sus manos, pero posible para su miopía. Los viejos están ahí en las bancas de los parques, fingen que leen, pero en realidad buscan un interlocutor. Cualquier excusa vale, las palomas, el clima, el sol y, por supuesto, estas muchachitas que ya no son como las de antes. Yo camino todo el parque. No hago nada sin, primero, explorar a todos los ancianos. Escojo al más tímido, al que observa de reojo. Paso frente a él, vuelvo a pasar y lo miro. Él se sonroja. Regreso. Le hablo. Por lo general le pido la hora. El anciano me contesta y yo agradezco y me despido, pero regreso. Me ubico frente a él. Lo miro y desabrocho mi abrigo. Hay un segundo o dos de vacilación, pero luego se recomponen. Yo puedo ver, a veces, sus recuerdos. Solo hay una mujer desnuda en el pasado de un hombre y si miras bien puedes avistarla. Adivinas sus dimensiones y su esplendor. Aparece en el gesto que, de repente, rejuvenece y abre un boquete en todo el centro de mi vientre por el que el viejo mira hacia ese día en que otro cuerpo lo volvió ciego para el mundo.